El lavado de cerebros en libertad es más eficaz que en las dictaduras

Entrevista a Noam Chomsky
Por Daniel Mermet
Le Monde Diplomatique

El escritor Noam Chomsky de los EEUU habla de los mecanismos detrás de la comunicación moderna, un instrumento esencial de gobierno en los países democráticos, tan importantes para nuestros gobiernos como la propaganda es a una dictadura.

DM: Empecemos por el asunto de los medios de comunicación. En Francia, en mayo del 2005, con ocasión del referéndum sobre el tratado de la Constitución Europea, la mayor parte de órganos de prensa eran partidarios del "sí", y sin embargo 55% de los franceses votaron por el "no". Luego, la potencia de manipulación de los medios no parece absoluta. ¿Ese voto de los ciudadanos representaría también un "no" a los medios?

NC: El trabajo sobre la manipulación mediática o la manufactura del consentimiento hecho por Edgard Herman y yo no aborda la cuestión de los efectos de los medios en el público[1]. Es un asunto complicado, pero las pocas investigaciones que profundizan en el tema sugieren que, en realidad, la influencia de los medios es más importante en la fracción de la población más educada. La masa de la opinión pública parece menos tributaria del discurso de los medios.

Tomemos, por ejemplo, la eventualidad de una guerra contra Irán: 75% de los norteamericanos estiman que Estados Unidos debería poner fin a sus amenazas militares y privilegiar la búsqueda de un acuerdo por vías diplomáticas. Encuestas llevadas a cabo por institutos occidentales sugieren que la opinión pública iraní y la de Estados Unidos convergen también en algunos aspectos de la cuestión nuclear: la aplastante mayoría de la población de los dos países estima que la zona que se extiende de Israel a Irán debería estar completamente despejada de artefactos de guerra nuclear, comprendidos los que poseen las tropas norteamericanas de la región. Ahora bien, para encontrar este tipo de información en los medios, es necesario buscar mucho tiempo.

En cuanto a los principales partidos políticos de los dos países, ninguno defiende este punto de vista. Si Irán y Estados Unidos fueran auténticas democracias en cuyo interior la mayoría determinara realmente las políticas públicas, el diferendo actual sobre lo nuclear ya estaría sin duda resuelto. Hay otros casos así.

En lo que se refiere, por ejemplo, al presupuesto federal de Estados Unidos, la mayoría de norteamericanos desean una reducción de los gastos militares y un aumento, por el contrario, en los gastos sociales, créditos otorgados a las Naciones Unidas, ayuda económica y humanitaria internacional, y por último, la anulación de las bajas de impuestos decididas por el presidente George W. Bush a favor de los contribuyentes más ricos.

En todos estos asuntos la política de la Casa Blanca es totalmente contraria a los reclamos de la opinión pública. Pero las encuestas que revelan esta oposición pública persistente raramente son publicadas en los medios. Es decir, a los ciudadanos se les tiene no solamente apartados de los centros de decisión política, sino también se les mantiene en la ignorancia del estado real de esta misma opinión pública. Existe una inquietud internacional relativa al abismal "doble déficit" de Estados Unidos: el déficit comercial y el déficit presupuestal. Ahora bien, estos solo existen en estrecha relación con un tercer déficit: el déficit democrático, que no deja de ahondarse, no solamente en Estados Unidos, sino de modo más general en el conjunto del mundo occidental.

Cada vez que se le pregunta a un periodista estrella o a un presentador de un gran noticiero televisivo si sufre de presiones, si le ha pasado que lo censuren, él contesta que es completamente libre, que expresa sus propias convicciones. ¿Cómo funciona el control del pensamiento en una sociedad democrática? En lo que respecta a las dictaduras lo sabemos.

Cuando se les pregunta a los periodistas, responden inmediatamente: "Nadie me ha presionado, yo escribo lo que quiero." Es cierto. Solamente, que si tomaran posiciones contrarias a la norma dominante, ya no escribirían sus editoriales. La regla no es absoluta, desde luego; a mí mismo me sucede que me publiquen en la prensa norteamericana, Estados Unidos no es un país totalitario tampoco. Pero cualquiera que no satisfaga ciertas exigencias mínimas no tiene oportunidad alguna de alcanzar el nivel de comentador con casa propia. Es por otra parte una de las grandes diferencias entre el sistema de propaganda de un Estado totalitario y la manera de proceder en las sociedades democráticas. Exagerando un poco, en los países totalitarios, el Estado decide la línea que se debe seguir y luego todos deben ajustarse a esta. Las sociedades democráticas operan de otro modo. La "línea" jamás es enunciada como tal, se sobreentiende. Se procede, de alguna manera, al "lavado de cerebros en libertad". E incluso los debates "apasionados" en los grandes medios se sitúan en el marco de los parámetros implícitos consentidos, los cuales tienen en sus márgenes numerosos puntos de vista contrarios.

El sistema de control de las sociedades democráticas es muy eficaz; instila la línea directriz como el aire que respira. Uno ni se percata, y se imagina a veces estar frente a un debate particularmente vigoroso. En el fondo, es mucho más rendidor que los sistemas totalitarios.

Tomemos por ejemplo el caso de Alemania a comienzos de los años 30. Tenemos tendencia a olvidarlo, pero era entonces el país más avanzado de Europa, estaba a la cabeza en materia de arte, de ciencias, de técnicas, de literatura, de filosofía. Después, en muy poco tiempo hubo un retroceso completo, y Alemania se volvió el Estado más mortífero, el más bárbaro de la historia humana.

Todo aquello se realizó destilando temor: de los bolcheviques, de los judíos, de los norteamericanos, de los gitanos, en síntesis, de todos aquellos que, según los nazis, amenazaban el corazón de la civilización europea, es decir los "herederos directos de la civilización griega". En todo caso era lo que escribía el filósofo Martin Heidegger en 1935. Ahora bien, la mayoría de medios de comunicación alemanes que bombardearon a la población con mensajes de este género usaron las técnicas de marketing puestas a punto… por los publicistas norteamericanos.

No olvidemos cómo se impone siempre una ideología. Para dominar, la violencia no basta, se necesita una justificación de otra naturaleza. Así, cuando una persona ejerce su poder sobre otra -trátese de un dictador, un colono, un burócrata, un marido o un patrón-, requiere de una ideología que la justifique, siempre la misma: esta dominación se hace "por el bien" del dominado. En otras palabras, el poder se presenta siempre como altruista, desinteresado, generoso.

Cuando la violencia de Estado no basta

En los años 30, las reglas de la propaganda nazi consistían, por ejemplo, en escoger palabras simples, repetirlas sin descanso, y asociarlas a emociones, sentimientos, temores. Cuando Hitler invadió los Sudetes (en 1938), fue invocando los objetivos más nobles y caritativos, la necesidad de una "intervención humanitaria" para impedir la "limpieza étnica" sufrida por los germanófonos y para permitir que todos pudieran vivir bajo el "ala protectora" de Alemania, con el apoyo de la potencia de más avanzada del mundo en el campo de las artes y de la cultura.

En materia de propaganda, si de cierta manera nada ha cambiado desde Atenas, ha habido por lo menos cantidad de perfeccionamientos. Los instrumentos se han afinado mucho, en particular y paradojalmente en los países más libres del mundo: el Reino Unido y Estados Unidos. Es allí, y no en otro lado, donde la industria moderna de relaciones públicas, es decir la fábrica de la opinión, o la propaganda, nació en los años 1920. Efectivamente, esos dos países habían progresado en materia de derechos democráticos (voto de las mujeres, libertad de expresión, etcétera) a tal punto que la aspiración a la libertad ya no podía ser contenida solo por la violencia del Estado. Viraron, pues, hacia las tecnologías de la "manufactura del consentimiento". La industria de las relaciones públicas produce, en sentido literal, consentimiento, aceptación, sumisión. Controla las ideas, los pensamientos, los espíritus. En relación al totalitarismo es un gran progreso: es mucho más agradable sufrir una publicidad que encontrarse en un cuarto de torturas.

En Estados Unidos la libertad de expresión está protegida hasta un grado que me parece desconocido en cualquier país del mundo. Es muy reciente. En los años 1960 la Corte Suprema alzó la barra muy alto en materia de respeto de la libertad de palabra, lo que expresaba, según mi opinión, un principio fundamental establecido desde el siglo XVIII por los valores de la Ilustración. La posición de la Corte fue que la palabra era libre, teniendo por única limitación la participación en un acto criminal. Si, por ejemplo, cuando entro a una tienda para desvalijarla, uno de mis cómplices tiene un arma y yo le digo "¡Dispara!", ese fin no está protegido por la Constitución. Por lo demás, el motivo debe ser particularmente grave para que se cuestione la libertad de expresión. La Corte Suprema reafirmó este principio a favor del Ku Klux Klan.

En Francia, en el Reino Unido y me parece que en el resto de Europa, la libertad de expresión es definida de manera más restrictiva. Para mí, la cuestión esencial es: ¿el Estado tiene el derecho de determinar lo que es la verdad histórica y el de penar a quien se aparta de ella? Pensar en ello termina ajustándose a una práctica propiamente estalinista.

A los intelectuales franceses les cuesta admitir que esa es su inclinación. Sin embargo, en el rechazo de una aproximación así no deben haber excepciones. El Estado no debería tener medio alguno de castigar a cualquiera que pretendiese que el sol gira alrededor de la Tierra. El principio de la libertad de expresión tiene algo muy elemental: o se le defiende en el caso de opiniones que se detesta, o no se le defiende para nada. Incluso Hitler y Stalin admitían la libertad de expresión de los que compartían su punto de vista. Yo agrego que hay algo preocupante e incluso escandaloso en discutir estos temas dos siglos después de Voltaire, quien, como se sabe, declaraba: "Yo defendería mis opiniones hasta la muerte, pero daría mi vida para que ustedes pudieran defender las suyas." Adoptar una de las doctrinas fundamentales de sus verdugos, es hacerle un triste favor a la memoria de las víctimas del holocausto.

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